Domingo tiene doce años. Lleva unos seis meses en el oratorio. En su alma hay un cambio y se le advierte triste y pensativo. Todos sus compañeros notan que en Domingo pasa algo. Don Bosco lo encuentra y le dice: -¿Qué tal Domingo? ¿Cómo estás? Te noto un poco triste... ¿sufres algún mal? -Al contrario, -responde Domingo- creo que sufro un bien. Ese sermón suyo me ha dejado preocupado. Efectivamente, Don Bosco había desarrollado tres pensamientos en el sermón de un domingo de Cuaresma: Dios quiere que todos nos hagamos santos. Es cosa relativamente fácil llegar a serlo. Hay un gran premio en el cielo para el que se haga santo. Domingo, como se ve, sale de esa plática sumamente impresionado. ¿Cómo llegar a ser santo si a él le prohiben hacer penitencia como la que habían hecho los grandes santos? Nada de cilicio, ni de piedrecitas en los zapatos, ni debajo de las sábanas. ¿Y entonces, qué? Su alma se turbó y se sintió perdido. El nunca llegaría a ser santo. Un joven flaco, débil, pálido, sin salud, no iba a tener fuerzas para hacer frente a una empresa tan grande como la santidad. No podía alejar de sus oídos la voz de Don Bosco, que repetía insistentemente: "Domingo, debes hacerte santo. Tienes que ser santo. Dios lo quiere". Y otra voz que le repetía igualmente: "Tú no podrás. No podrás". Por eso buscaba los rincones del oratorio, para dar rienda suelta a sus lágrimas. Fue entonces cuando lo encontró Don Bosco y llevándolo aparte le habló durante un largo rato. De aquel diálogo con Don Bosco, salió Domingo alegre y feliz. La paz había vuelto a su alma. Fue a rezar a la Iglesia de San Francisco de Sales y a postrarse ante la estatua de la Santísima Virgen. - Sí, madre mía, te lo repito: quiero hacerme santo. Tengo necesidad absoluta de hacerme santo. No me hubiera imaginado que con estar siempre alegre y contento, podría hacerme santo. Don Bosco le hizo ver a Domingo, en qué hacía él consistir la santidad, cuál era la santidad que él quería que cultivaran sus jóvenes. Nada de obras extraordinarias, sino exactitud y fidelidad en el cumplimiento de los propios deberes de piedad y estudio. Y estar siempre alegres. Si es hora de recreo, santidad es correr, saltar, reír y cantar. "Nosotros aquí hacemos consistir la santidad en estar siempre muy alegres", repetiría Domingo, como había aprendido de su maestro. Domingo escribía en su cuaderno una frase que Don Bosco le había dado como recuerdo: "Servite Domino in laetitia" (Servid al Señor con alegría). "No necesitas ningún cilicio, le había dicho Don Bosco. Con soportar pacientemente y por amor a Dios, el calor, el frío, las enfermedades, las molestias, y a los compañeros y superiores, ya tienes bastante". Desde ese día el rostro de Domingo se iluminó con una nueva sonrisa. La alegría se posesionó para siempre de su corazón juvenil y todo el resto de su vida será una preparación para el aleluya pascual.
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😍😍
ResponderEliminarNo entiendo nada
ResponderEliminarme sirvio mucho para el colegio
ResponderEliminarGRACIAS