“¿Se puede programar la santidad?” La pregunta está entre comillas porque se encuentra, ni más ni menos, que en un texto del Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, nos explica en dos números (nn. 30-31) cómo entender que la santidad es el camino de la Iglesia, es la meta que debemos perseguir en este tercer milenio cristiano, es algo que incluso se podría “programar”.
En estos números el Papa recuerda lo que ha sido el jubileo del año 2000: una llamada a la conversión, a la purificación. ¿No es eso parte del camino de la santidad? ¿No nos habíamos esforzado por vivir el jubileo para entrar mejor preparados al nuevo milenio? Luego el Papa recuerda lo que enseña el Concilio Vaticano II: todos los bautizados estamos llamados a la santidad, sin distinciones, porque todos estamos unidos por el bautismo al Dios que es Santo (cf. Lumen gentium, capítulo V). Juan Pablo II nos pedía a todos, que incluyamos en la programación pastoral, el tema de la santidad. Y nace, espontánea, la pregunta: “¿Acaso se puede «programar» la santidad?”. El Papa explica en qué puede consistir esta “programación”. Primero recuerda que con el bautismo se ha producido en cada uno de nosotros un cambio radical: nos hemos unido a Cristo, nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo. Pero este cambio real no toca automáticamente nuestro modo de pensar y de vivir. Nuestra psicología, nuestra personalidad, nuestros actos, dependen de nuestras opciones concretas, de nuestros pensamientos, de nuestra vida. Por eso cada uno debe poner a trabajar los talentos recibidos. En este sentido, sí hay mucho que “programar”. La pregunta “¿quieres recibir el bautismo?” se convierte, según el Papa, en esta otra: “¿quieres ser santo?”. Cada bautizado asume como programa personal el mismo programa que Cristo nos ha dejado en el Sermón de la montaña, en el cual la invitación resulta clara: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Eso, y no otra cosa, es la santidad. Así de claro y así de valiente. Algún joven pueden preguntarnos: ¿no es esto demasiado difícil? Ser perfectos como Dios... Casi parece que es más fácil hacer bajar la luna a la tierra... Leamos de nuevo el documento del Papa. La santidad no consiste en algo extraordinario, la conquista de un estilo de vida “practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno” (Novo millennio ineunte, n. 31). En otras palabras, el santo no es un señor o una señora, un chico o una chica, un cura o una religiosa, que están ahí, en lo alto de una estatua más o menos simpática en un rincón de un templo. El santo es un ser humano normal, con sus sueños y sus fracasos, con sus ideales y sus realizaciones, con su pecado y con mucha, mucha misericordia de Dios, una misericordia acogida, celebrada, vivida con alegría y gratitud.
Alguno ha dicho que Juan Pablo II ha hecho demasiadas canonizaciones y beatificaciones. Tendríamos que decir, más bien, que ha hecho pocas, si vemos esa multitud inmensa de hombres y mujeres de todos los lugares y tiempos, de todas las clases sociales, de todos los niveles académicos y profesionales, que han tomado en serio el Evangelio y un día se decidieron, de verdad, a buscar la perfección, la santidad, la vida de total amor. Hemos de convencernos y convencer a nuestros jóvenes (y también a aquellos adultos que han dejado la santidad como el último asunto de la propia programación personal) que hay muchos caminos para la santidad. O, mejor, y volvemos al texto del Papa, que el camino de la santidad para cada uno es sumamente personal. Por ello hemos de aprender esa “pedagogía de la santidad” que permite adaptar la marcha hacia la meta según los ritmos personales de cada uno, según lo que Dios le va pidiendo a gritos o con un susurro suave y respetuoso: también cuando grita, Dios respeta la libertad de cada uno. Sólo podremos escucharle si tenemos un corazón atento y generoso.
Me preguntaras: ¿pero hoy es posible ser santos? Si solo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa seria sin duda imposible. De hecho, conocemos bien nuestros éxitos y nuestros fracasos; sabemos que cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y que consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a penar que no es posible cambiar nada, ni el mundo, ni en sí mismos.
Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor: No nos dirijamos al otro, sino a Jesús. No busquemos en otro sitio lo que sólo Él puede darnos, porque “no hay bajo el cielo otro hombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12). Con Cristo la santidad –proyecto divino para cada bautizado- es posible. Contar con Él, creer en la fuerza invencible del Evangelio y poner la Fe como fundamento de nuestra esperanza. Jesús camina con nosotros, nos renueva el corazón y nos infunde valor con la fuerza de su Espíritu.
Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengas miedo de ser los santos del nuevo milenio! Ser contemplativos y amantes de la oración, coherentes con nuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permanecer a la escucha de la Palabra, sacar fuerzas de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor nos quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad.
En nuestros días y en nuestras circunstancias, el aislamiento es "mortal" para el joven creyente. Muchos jóvenes son conscientes de la importancia de la comunión para que el seguimiento de Cristo sea factible. Dios ha querido que caminemos juntos y que tengamos necesidad unos de los otros, para llegar a descubrirle. Estamos conectados por Jesús en la Iglesia.
Una de las señales más claras de la madurez cristiana, es la conciencia de la necesidad de ser acompañados y acompañantes, al mismo tiempo. Todos nosotros tenemos algo de "oveja" y de "pastor". Es verdad que para aprender a ser "pastor experimentado", en buena lógica, primero hay que ser "oveja dócil". Pero también es cierto que hasta que el joven no viva la experiencia de acompañar a otros jóvenes y de ser apóstol de Cristo ante ellos, no llegará a valorar y a abrirse a la riqueza de comunión que se le ofrece en el seno de la Iglesia.
Nuestro querido Papa Benedicto XVI, también nos recuerda a Juan Pablo II, quien ha sabido entender los desafíos que se presentan a los jóvenes de hoy y, confirmando su confianza en ellos, no ha dudado en incitarlos a proclamar con valentía el Evangelio y ser constructores intrépidos de la civilización de la verdad, del amor y de la paz.
Todos, cada quien en su lugar, cada quien según un ritmo, estamos invitados a ser santos. “Sed perfectos...” Sí, es posible, porque la perfección empieza cuando el Amor toca una vida y cuando, con amor, respondemos a quien antes nos ha tendido una mano, nos ha perdonado y elevado a una nueva vida: somos hijos en el Hijo, somos cristianos en una Iglesia santa en la que vive y trabaja el Espíritu santificador...
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